martes, 2 de febrero de 2010

El cementerio

Soplaba un terrible y frío viento del oeste y el sol corría a esconderse tras una loma cercana. Los dos vehículos aparcaron frente a la tapia descolorida del cementerio, algo retirados para dejar sitio a la comitiva que poco después llegaría.

Los hombres quisieron bajar, pero él les dijo que siguieran dentro, que se resguardaran del frío todo lo que pudiesen. Así que, mientras ellos charlaban y se quejaban en voz alta unas veces y queda otras, él permanecía atento, mirando la bacheada carretera por donde tendrían que aparecer. Más de media hora después divisaría un coche funebre, seguido por un interminable reguero de coches repletos de gente venida de Madrid, de Ávila, de pueblos cercanos, a decir adios a un compañero, a un familiar...

Mientras tanto, aguantaría el rato, para eso estamos, con gesto serio, pero cercano a los suyos. Compartía y comprendía su dolor, su queja, también era compañero suyo, aunque nunca hubiera llegado a conocerlo, aunque fuera recién llegado a ese lugar.

A esto sí estaba acostumbrado, a ser un recién llegado, el eterno forastero. Ya lo había sido en la ciudad que le vio nacer, en el pueblo en el que vivió su infancia, en la ciudad en la que conoció el mundo, en pequeños pueblos de Castilla, en las Islas y en la provincia del norte. Incluso lo había sido cuando regresó a su tierra.

Bajó del coche, se abrochó bien la casaca y se puso el sombrero negro sin hablar. Todos le siguieron y se agruparon cerca, esperando. La gente había comenzado a llegar y todos miraban a la vieja carretera, todos esperaban.

No había mucho que hacer, les había dicho: aguantar el viento helador, colocarse bien formados y bien quietos en un rincón del cementerio, mantenerse firmes y con la vista al frente, esperar al momento justo y entonces, todos como uno, disparar una salva de honor. Solo eso.

Nadie reparó demasiado en ellos hasta que se oyeron las órdenes a gritos, cortas, secas, hasta que retumbó el disparo. Entonces muchos se volvieron y los vieron allí, quietos, helados, serios. Habían dicho adios sin palabras, sin lágrimas, a su manera, como siempre, sabiendo que podían haber sido ellos o que un día serían ellos y que, tal vez, querrían que nueve de los suyos dispararan al aire por ellos, por todos.