miércoles, 31 de octubre de 2012

HIGO 2010, SEPÚLVEDA



La ancha, dura y prieta Castilla tiene heridas profundas. Heridas que comenzaron hace ya mucho tiempo y que continúan horadando la tierra, despacio, sin ruido, sin descanso.

Hasta una de ellas, pacientemente tallada por un calmado río nos fuimos, pasando antes por entre los rastrojos del campo de Peñaranda, los granitos de Ávila, la antes Cote de Segovia, hasta dar con una villa, vieja pero aún altiva, que por Sepúlveda la conocen.

Igual que la villa, que descansa sentada en un balconcillo mirando al río, nos recibió la señora Engracia, capa gruesa de maquillaje, labios rojos carmesí, uñas a juego, ojos de azul y edad de oro.

Su terraza está en la calle principal, justo antes de la plaza, con las mesas de bambú y las sombrillas desplegadas, vacía, nadie sentado al fresco y nadie en el local.

La señora Engracia no sabe quiénes somos ni de dónde venimos. No sabe que salimos esa tarde desde el oeste y que paramos en una estación a recoger a Chus, casi la única viajera que bajó del tren.

No sabe que nos alojaremos en una pensión justo detrás de su privilegiado bar, ni que cantaremos unas coplillas, cuidadosamente escritas y fatalmente interpretadas.

No sabe andaremos hasta un ermita que, como ella, también se asoma a un río, que miraremos los buitres y que Paco se bañará como siempre.

No sabe que buscaremos unas buenas sombras para comer (aquí sí que se está agustito), ni que dormitaremos entre piedras mientras dos se entretienen en descubrir monigotes en las columnas de un viejo templo (tiene que haber gente pa tó).

Tampoco sabe los riesgos casi suicidas que correremos en esas carreteras, todo por seguir a un coche azul conducido por un enajenado, o un ciego, o ambas cosas. De cruces se hacía Pilina cuando recobró el aliento. Y menos aún, que Lucas acabaría llevándonos a todos a un sembrado, como en realidad era su intención desde siempre.

Pero sabe que todos los turistas desorientados paran justo delante de su terraza y que, si no es por ella, ningún forastero encontraría su sitio en la villa, así que nos guía como a los demás.

Y sobre todo, sabe que hemos parado allí, todos los coches juntos y le espantamos la clientela, leñe.

sábado, 20 de octubre de 2012

La Latina

Hace ya un par de años de esta fotografía.
Me impresionó la oscuridad y el silencio que había dentro.
Hace muchos años que cerró, y más que yo no me daba una vuelta por allí.
Estuve un rato parado delante, sin reparar en las voces que me daban mis hijos. Recordé los viejos tiempos, las cañas, los pinchos, los amigos, pero solamente un momento.
Al fin y al cabo, para eso son viejos tiempos.