domingo, 31 de mayo de 2009

Homenaje

Abrí los ojos.

Silencio.

El teléfono sonó, como esperaba, y ya sabía lo que iba a oír. Fernando lo dijo de una vez, sin rodeos, sin saludar, con la voz entrecortada. Colgué asegurándole que enseguida me ponía en marcha. Carmen no preguntó, no le hizo falta.

Mientras me duchaba, recordaba aquellos tiempos en los que éramos jóvenes, en los que nos abríamos al mundo. Recordaba a aquél muchacho de pelo negro, barbilla prominente y aspecto desaliñado que hablaba sin parar, caminando a mi lado por las calles de Salamanca, contando historias de su ciudad, de su tierra, conflictos que yo ni siquiera sospechaba que existieran. Aquel muchacho al que contemplaba atónito, porque estaba tranquilo y no asustado como yo, que daba confianza, que no sabía por qué estaba conmigo, que no conocía de nada ayer.

Mientras preparaba un café, recordaba los tiempos de fiestas y pochas, de cañas en la Latina y orejas en Libreros, de salidas por la noche y de películas en Van Dyck, de cafelitos en las habitaciones, viejas, nuestras, del Bartolo. Recordaba los tiempos de partidos de baloncesto, de ganchos sin apenas despegar los pies del suelo, de tertulias interminables, de paseos por la calle Toro y la Plaza, con una raqueta de Inpasa como compañera inseparable.

Recordaba los tiempos de las novatadas, de las heladas noches volviendo por Serranos, de gaviotos y babosos, de la NBA en la tele del bar del colegio, de cortinas en la 45, de huevos fritos con pan, de queso con nueces, de Memorias de África en el Bretón.

Pero mientras el viejo Málaga crujía en cada curva camino del sur, mientras tronaba su motor al límite, recordaba que aquel muchacho de pelo negro, barbilla prominente y aspecto desaliñado me había dado, sobre todo, una gran lección de vida, resumida en una frase.

Una frase que era una despedida y un saludo, una declaración de amistad y de gratitud, que me enseñó a mirar la vida de frente, sin arrogancia pero sin tristeza, sin miedo, con dignidad.

Palabras a las que no pude responder más que con la mirada fija en sus ojos, helado el corazón, quietos los músculos. Palabras que me daban y me pedían, que él sabía que entendería y que recordaría, que me hicieron envejecer de pronto, enfrentado ya para siempre a la verdad.

Palabras que resumen lo que fuimos y lo que somos, lo que podemos ser...

¡Ha sido un placer!...