Lo que me conocen saben que siempre he sido, y soy algo parecido a un
forastero en todos los sitios, el hombre sin tierra, como un electrón
libre.
Con esos antecedentes, siempre me acerco a las citas que hablan de
las raíces de nuestros pueblos con bastante timidez, en las últimas
filas y sin hacer mucho ruido, como sabiendo que, en realidad, no va
conmigo la fiesta, que es un mundo que no es el mío.
Pero con Baleo ya me siento como en casa. Siempre que los escucho, me
sumergen de cabeza en el oeste de España de hace un tiempo, pero que
permanece en cada uno de los que ahora lo habitan, ellos incluidos,
ese mundo olvidado y casi invisible que ya solo recuerda lo que fue,
como si ya no fuera, como si ya no hubiera presente.
Cada concierto es una invitación a conocernos, a saludarnos hace
unos años, a recorrer los caminos subidos en un traqueteante carro,
al duro paso de la dura vida en los campos y a cantar una dulce,
preciosa, nana a un niño que ya no conocerá sus raíces. Nos hablan
de oficios, de costumbres, de fiestas y de la vida, del tío Frejón,
y nos damos cuenta de quienes somos, o al menos de quiénes fueron
los que nos precedieron.
Cada concierto es una reunión de amigos, que junto al fuego de una
chimenea o en la era el día de la fiesta del pueblo, charlan y
bailan, cantan, ríen y sufren.
No soy yo de los que añora tiempos pasados, pero agradezco, y no
sabéis cuánto, que me dejéis ver un poquito de mi pasado.
Además, como ya os recordaron el sábado, sin acritud pero con la
dureza de la confianza, habéis aprendido mucho ( a tocar, se
entiende).