domingo, 9 de mayo de 2010

EL PASTOR (II)

Despertó antes de que hubiese salido el Sol. Se levantó despacio, sin hacer ruido para no despertarla y salió de la estancia. Bebió un poco de leche, recogió un fardel que había dejado preparado antes de acostarse y salió afuera, abriendo los pulmones a la fría mañana. Sintió la humedad del rocío, notó al perro que se acercaba, recogió el cordero y comenzó a caminar.

Sabía que su viaje le llevaría toda la mañana, así que apretó el paso en cuanto sus pulmones se acostumbraron al aire frío que les quemaba. Por sus piernas no se preocupó, hacía mucho tiempo que le dolían a ratos, unas veces cuando estaba sentado a la lumbre y otras muchas después de pasarse el día caminando por el campo detrás del ganado. Estaba dejando de ser joven, pero hacía como si no lo notara, nunca lo decía.

Aunque, bien mirado, no hablaba mucho de cualquier cosa con nadie, ni siquiera con su esposa. Pasar el día con el rebaño, apartado de todos le había hecho más huraño cada vez, encerrado en sus pensamientos, a veces encerrado en nada. Cuando llegaba al hogar seguía igual, escondido detrás de la cantinela de que el día había sido como los otros, de que no le había ocurrido nada. Y eso que sabía que su esposa quería que le hablara, que le contara, que le gustaba oírle hablar como cuando eran jóvenes y le relataba sus aventuras de mozo, o su particular manera de ver las cosas, casi siempre diferente a los demás.

Algunas veces se obligaba a contar algo, incluso inventado, para que ella no pensara que la estaba castigando, o peor aún, que no era feliz. Muchas veces había intentado decirle que no la culpaba de nada, que la vida era como era y que no tener hijos no le hacía desgraciado, pero nunca había conseguido que de sus labios saliera una sola palabra. Como mucho, se había quedado mirándola fijamente, con los ojos humedecidos, admirando su cara igual que cuando la conoció, y su increíble fortaleza, que no dejaba nunca de asombrarle cuando la comparaba con la fragilidad de su figura.

Sudaba cuando llegó a lo alto del cerro. Tenía los hombros doloridos de llevar el cordero sobre ellos y los brazos casi dormidos de sujetarlo, pero estaba contento. Había avanzado más de lo que había previsto, tal vez no fuera tan viejo aún, y ya divisaba el camino, transitado inusualmente por pequeños grupos, todos en la dirección que marcaba el despuntar de la mañana. Así que continuó, seguido a unos pasos por el perro, según su costumbre de no sobrepasar a su amo.

En el camino evitó entrar a conversar con los viajeros, a pesar de que algunos le habían ofrecido agua, algo de comer o simplemente le habían saludado. Sabía que poner el gesto serio y no mirarles a la cara hacía que le tomasen por alguien raro, que prefiere estar solo y seguir solo. Y eso es lo que quería, hacerlo solo y cuanto antes. Pensó de nuevo en el motivo de su viaje, y, otra vez, no halló la respuesta, así que continúo sin más, poseído por un inquietante afán por llegar.

Cuando el sol estuvo en lo alto, ya no le quedaba mucho por delante. Una suave ladera descendente, junto a huertos de olivos y almendros, cruzar un arroyo de cauce casi seco y ya estaría en las afueras del lugar. Pero cada vez la gente que se encontraba a su paso era más numerosa, los grupos eran más nutridos y las conversaciones más animadas, casi festivas, acompañadas casi siempre por vino y algo salado para comer, así que no le quedó más remedio que apretar el paso y bajar la cabeza. Y ya notó que no había tomado nada más que aquel poco de leche fresca, aunque decidió que comería algo después de hacer lo que había venido a hacer, imponiéndoselo como una penitencia.

Apareció ante él sin darse cuenta, a la derecha del camino, en un pequeño prado seco. Un pequeño cobertizo, destartalado, cubierto apenas por un tejadillo medio hundido. No miró más y se unió al resto, que aguardaba paciente y animadamente una larga cola. Se sentía incómodo esperando, sintiendo a la gente que lo rodeaba, así que no paró de mirar al suelo hasta que, despacio, paso a paso, quedó frente al cobertizo. Levantó la cabeza y vio al hombre, barbudo, sereno, vestido con una túnica marrón desgastada pero limpia, que le miraba fijamente. No sonreía, pero su gesto era amable, afectuoso...

Movió la cabeza hacia un lado y vio que la mujer estaba amamantando a un bebé, casi de espaldas al fondo de la pequeña estancia, así que volvió a mirar al hombre, y sin saber qué decir le ofreció el cordero, bajándolo trabajosamente de los hombros. Entonces el hombre sonrió, dio las gracias y le puso la mano en el hombro. Vuelve a casa, buen hombre, te esperan- dijo. Y bajó la mano, siempre mirándole francamente a los ojos.

El pastor no dijo nada, bajó la cabeza, dio media vuelta y comenzó a caminar, esta vez hacia el oeste, hacia su hogar. Estaba cansado, pero no quería parar ni siquiera para comer algo, necesitaba regresar cuanto antes. Comenzó a pensar en su esposa y en lo que tendría que explicarle cuando la viese, pero no se le ocurría una razón para lo que había hecho, para lo que había venido a hacer.

El sol ya se estaba poniendo cuando pudo ver la cabaña al lado pequeño huerto, en la parte baja de la colina. Su esposa estaba en la puerta, mirando en su dirección, como si supiera que llegaría en ese momento. Llegó hasta ella, se detuvo, la miró a la cara, pero no dijo nada.

Entra en casa - dijo con voz queda - Te he preparado algo para comer. En la mesa había pan cortado, aceite, queso y leche. Él se sentó y ella a su lado. Antes de que comiera nada, ella se aproximó y al oído le dijo: Estoy esperando un hijo.

El pastor rompió a llorar.

1 comentario:

PAUL PRIAS dijo...

Aire fresco.

Me gusta y por eso te he dedicado una entrada en mi blog.

Muy bien, Paco

CAITO